Votar en la Argentina es más una aventura que un derecho. Desde las provincias con ley de lemas, cientos de colectoras y boletas de un metro y medio hasta la tarea monumental de fiscalizar un acto eleccionario diseñado para la trampa, cada dos años se nos empaña lo que debería ser un momento de alegría, de esperanza, de la sociedad recordando que es ella quien tiene el poder.
En cambio, nos encontramos frente a una organización imposible, que se sabe que va a fallar, que exige experiencia para poder llevarla adelante con éxito (y la experiencia se consigue fracasando) y que deja siempre una sensación amarga. Nuestro sistema electoral es viejo, innecesariamente enrevesado, imposiblemente caro, ineficiente, despreciativo de la ecología y además está organizado por un Estado que te dice, abiertamente, que si vos no te ocupás de cuidar tu voto, el problema es tuyo.
Como si todo esto fuera poco, los partidos políticos necesitan poner en funcionamiento desde varios meses antes de cada elección una maquinaria de fiscalización que es un trabajo de organización enorme y extremadamente difícil, justamente para cubrir esa lavada de manos del Estado que no cuida los votos de los argentinos. Quiero explicarme bien: el trabajo de los fiscales es conmovedoramente abnegado y su rol en la protección de la democracia es infinito, pero es una tarea que tendría que ser radicalmente más simple. Y ni siquiera estoy hablando de las patotas y las escuelas tomadas por grupos políticos.
Hablo de algo muy anterior: la manera en la que los argentinos expresamos nuestro voto en democracia. El sistema que existe hoy, que solo se mantiene porque siempre se hizo así, obliga al Estado a gastar fortunas, a los partidos a gastar fortunas, a que se impriman toneladas de papel que nunca se usan y asegura que la elección va a ser una batalla campal. Porque cada boleta representa a un partido y nada más que a un partido, entonces hay que asegurarse de que las boletas estén, que sean las de la elección correspondiente, que no estén rotas, que no se las roben, que no las tachen, que no las corran de lugar. ¡Si los fiscales hasta entran periódicamente a retirar boletas en perfecto estado por si acaso las hubieran vandalizado!
Todo esto pasa bajo un manto de aceptación de la mediocridad. El año pasado dije en un programa televisivo que durante las PASO del 2019 había habido fraude y sectores amplios del arco político me cuestionaron, inclusive de mi propia fuerza. Hubo irregularidades me decían, no fraude. Como si robar un voto no fuera fraude, o una banca a concejal o un consejero escolar. ¿O solo es fraude si el robo es grande y si no es una “simple irregularidad” aunque la institución más importante de la democracia es violada y violentada?
La boleta única de papel no resuelve todos estos problemas, pero resuelve una cantidad tan grande que es indefendible que no se la elija para estas próximas elecciones, que además van a ser más tarde de lo previsto, dándonos más tiempo para organizarlo. Es un sistema en el que una gran hoja por cada cargo que se elige muestra las fotos de todos los candidatos y un recuadro para elegir al preferido. Se dobla la hoja sobre sí misma y se mete en una urna específica también por cargo. Es un sistema rápido, de fiscalización simple y donde hay que imprimir solamente las cantidades necesarias y no hasta cuatro veces el padrón “por si acaso”.
Además, en tiempos de pandemia, evitamos las recorridas de reparto de boletas que aumentarían la circulación, permitimos que los cuartos oscuros sean al aire libre (al ser boleta única que te da la autoridad de mesa, no es necesario que estén desplegadas todas las boletas, y con una mesita y un biombo se hace un cuarto oscuro; así funciona en Santa Fe), no tenemos fiscales entrando y saliendo y sacando y poniendo y tocando boletas todo el tiempo, demorando la votación. Y la boleta en la que cada uno vota la tocó una sola persona, el presidente de mesa.
Nuestro sistema de votación actual es una pequeña batalla en la que votantes y fiscales combaten por su voto, que está individualizado y rodeado por sus adversarios y donde el objetivo es aplastar al contrario. La boleta única de papel junta a todos los candidatos y pone a la voluntad del elector en el centro de la escena, sin peleas, sin conflicto, solamente enfocados en qué quiere la mayoría de los argentinos para el futuro del país. Está en nosotros decidir qué sistema queremos impulsar, la analogía se cuenta sola.